SANTO DOMINGO: La tierra rugió. No fue un trueno lejano, sino un bramido visceral que surgió de las entrañas mismas de la isla. En una de las tantas oficinas gubernamentales del Centro de los Héroes, las lámparas fluorescentes danzaron una sinfonía macabra y el estruendo de los cristales rotos se mezcló con los gritos ahogados de los empleados públicos. Carmen sintió el suelo ondular bajo sus pies como un mar embravecido. Los expedientes apilados en fólderes manila se desplomaron en cascada, el aire se llenó de polvo y pánico.
Instintivamente, se agachó bajo su destartalado escritorio. No sabía qué hacer ni a dónde ir. Ninguna autoridad se había molestado en realizar los ejercicios de evacuación ante el súper cacareado sismo. Las señaléticas eran mudos letreros a los que nadie hacía caso, y su corazón latía a ciento cuarenta latidos por minuto. Los pilares de hormigón –¡gracias a Dios!, construidos en la era del Jefe–, testigos mudos de décadas de burocracia, resistían estoicos los embates del temblor. Peor suerte correrían otras oficinas gubernamentales. La ciudad era un completo caos, un torbellino de sirenas y alaridos que perforaban el aire denso. La visión profética de Osiris De León se materializaba con una violencia aterradora, sacudiendo los cimientos de la capital.

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Con el temblor aún sacudiendo el edificio, Carmen pensó en sus hijos. Estaban en la escuela. Tenía que buscarlos cual Sarabi, con la fiereza y el amor de una madre leona. Se levantó tambaleándose, abriéndose paso entre la multitud y el terror paralizante de sus compañeros. Al salir a la calle, la escena era apocalíptica. Usuarios del metro salían despavoridos –¡Corran, huyan, salgan!–, miles de pasajeros, policías y operarios que parecían haber sido engullidos en sus profundidades, emergían ahora con rostros desencajados. Lujosas torres se desmoronaban como castillos de arena, levantando nubes de polvo que oscurecían el firmamento, tiñéndolo de un gris espectral. El asfalto se partió en grietas monstruosas, como fauces hambrientas abriéndose paso en la ciudad.
El transporte, ya de por sí caótico en Santo Domingo, era ahora una pesadilla infernal. Semáforos destrozados parpadeaban en la nada, luces intermitentes en un baile macabro. Los Digesetts corrían despavoridos por sus vidas, sus silbatos ahora mudos ante la magnitud del desastre. El aire olía acre, una mezcla nauseabunda de gasolina derramada y el hedor punzante del miedo colectivo. Carmen corría desesperada, esquivaba los restos de construcciones que yacían como esqueletos retorcidos, bordeaba objetos irreconocibles bajo una capa de polvo. Cada paso lo acompañaba una plegaria silenciosa por la seguridad de sus vástagos, un mantra desesperado en medio del pandemonio.
Llegó a la escuela recién inaugurada y su corazón se encogió al verla parcialmente derrumbada, como un juguete roto. ¿Qué sería entonces de los miles de centros escolares diseminados por la isla? Gritos de niños y maestros resonaban entre los escombros, un coro de dolor que helaba la sangre. La desesperación invadió su cuerpo como un escalofrío paralizante. Se abrió paso entre el caos, los llamaba con su voz quebrada por el llanto, tenía el alma en vilo, cada fibra de su ser tensa por la angustia.
Finalmente, los vio acurrucados en un rincón del patio, cubiertos de polvo pero aparentemente ilesos, abrazados a su trémula maestra, cuyo rostro reflejaba un terror descomunal. El alivio la inundó, hasta casi desfallecer. Los abrazó con fuerza, aferrándose a sus pequeños como si la vida misma dependiera de ello, sintiendo sus frágiles cuerpos contra el suyo.
En medio del pandemonio, la pregunta punzante la asaltó: ¿Y ahora qué? ¿A dónde iremos? ¿Quién curará nuestras heridas, las visibles y las invisibles? Las ambulancias y los camiones de bomberos eran insuficientes, y tampoco sabían a dónde ir, perdidos en la misma confusión que todos. ¿Dónde buscarían refugio? Pero, ¿había refugios preparados para una catástrofe de esta magnitud? ¿Quién los ayudaría en esta hora oscura, cuando la solidaridad parecía evaporarse en el caos? ¿Y los emergenciólogos de los hospitales y clínicas, desbordados por la avalancha de heridos? Hordas saqueaban supermercados, farmacias y plazas comerciales, mostrando la peor cara de la desesperación humana. La fragilidad de su mundo, la vulnerabilidad de su isla ante la furia de la naturaleza, se tornaban terriblemente evidentes.
De repente, en medio del caos que la rodeaba, la estridente bocina de una platanera anunciaba sus víveres, cortando el horror como un cuchillo afilado. Carmen parpadeó, desorientada, como si emergiera de un sueño profundo. El sol entraba tímidamente a través de la ventana de su humilde habitación, proyectando sombras suaves en las paredes. Sus hijos dormían plácidamente en el camarote contiguo, ajenos a la pesadilla que la había atormentado.
Suspiró profundamente, el corazón aún latiéndole con fuerza, pero ahora por el alivio inmenso. Un terremoto devastador, el caos, los hospitales colapsados, los saqueos, el miedo paralizante… todo había sido una pesadilla vívida y opresiva. Sin embargo, la intensidad de la experiencia onírica la dejó temblorosa, con la piel erizada. La sombra latente del sismo se sentía ahora más real, más palpable en el aire matutino. Y la pregunta, la escalofriante pregunta de qué pasaría durante el terremoto, ya no era una vaga inquietud, sino una certeza helada que se había instalado en su conciencia. Al mirar a sus hijos dormir, una punzada fría la recorrió. La pesadilla había terminado, sí, pero la imagen de la escuela derrumbándose, de los gritos infantiles bajo los escombros, se había incrustado en su mente como una cicatriz invisible. Y con ella, una nueva y terrible certeza: la próxima vez, quizás, la bocina de la platanera no la despertaría.